Violencia familiar y riesgo suicida en la adolescencia
Lic. Silvia V. Pugliese
La prevención del suicidio es el tema que se tomará en el día de la Salud Mental en el 2019, puesto que las cifras indican que en los últimos años ha aumentado la tasa de suicidios, en el mundo. Y es la segunda causa principal de muerte en la mayoría de los países, en las edades entre 15 a 24 años, después de los accidentes de tránsito (OMS, 2014; Edward, Selby, Matthew, Nock, 2013; Anne Freuchen, and Berit Grøholt, 2013; Stirn, Hinz, 2008, Martínez-Hernández, & García, 2010).
Según el informe de OMS (2014), la tasa reportada fue del 1,1 por 100.000 hab., en la franja etárea de 5 a 14 años y de 13,8 de 15 a 29 años. Se agrava más la situación, porque se trata de muertes evitables.
Cabe aclarar que las organizaciones sanitarias cuentan con sub-registros estadísticos, dado que muchas veces no llegan al hospital público o un centro de salud, o bien mal clasificadas. La misma OMS (2014) reconoce que, en los países con buenos sistemas de registro civil, en el 2012 hubo “una diferencia de 32 veces de (0,89 a 28,85 por 100.000)” (pág.19)
En este sentido, Argentina no es la excepción, en el documento “Situación de los y las adolescentes en Argentina” (2016); en 2013 los suicidios registrados fueron 363 varones y 137 mujeres, siendo considerablemente mayor la franja etárea que va de 15 a 19 años, cuya proporción se eleva al 80% para los varones.
Si a esto le agregamos que luego de un intento, hay 18 veces más probabilidades que lo intente en el año siguiente (Stoelb and Chiriboga, 1998, citado por Berman et al, 2011); que el entorno del suicida tarda 2 o 3 años en metabolizar el suicidio de una persona; y que alrededor de un suicidio hay entre 50 a 70 personas afectadas; podemos dimensionar los efectos que se generan en la salud mental de su entorno. Ya Durkheim en su libro “El Suicidio” de 1897 había posicionado este acto individual en un fenómeno social. Por todo ello, el riesgo suicida es un problema de la Salud Pública.
Suicidio y riesgo suicida
Si bien hay dos líneas teóricas para definir al suicidio, tomamos la definición de la OMS (1976) que considera el suicidio como “todo acto por el que un individuo se causa a sí mismo una lesión o un daño, con un grado variable de la intención de morir, cualquiera sea el grado de intención letal o de conocimiento del verdadero móvil”. Vale decir que más allá del grado de conciencia de quien lo exterioriza, está orientado a comunicar la intención de una resolución al conflicto que le da origen, por medios letales.
Por su parte Martínez (2007) destaca que la Asociación Argentina de Prevención del Suicidio, como producto de la reflexión crítica acerca de la tarea del equipo asistencial, se llegó a la siguiente definición:
El suicidio es un proceso complejo multideterminado. Una manera de vivir que va construyendo un enigma mortal, por condensación, sobre un marco representacional existente. Un proceso que va más allá del acto, rompiendo la concepción del hecho consumado (AAPS, 2003, pág.19).
En esta línea la OMS (2014) define al intento de suicidio como “todo comportamiento suicida que no causa la muerte, y se refiere a intoxicación autoinfligida, lesiones o autolesiones intencional que puede o no tener resultado o intención mortal”. El intento de suicidio presenta diferentes niveles de letalidad según el método empleado
Baja letalidad (cortarse, quemarse, pegarse, etc. para aliviar el dolor emocional)
Mediana letalidad: automutilación
Alta letalidad: veneno, disparo., etc.
Esto no significa que deba minimizarse aquellos intentos de baja letalidad pues puede pasar a los niveles siguientes, cuando:
Aumenta la frecuencia e intensidad
No experimenta dolor físico al autolesionarse
Cuando la autolesión no ha aliviado el dolor emocional y
Cuando experimentan rechazo y exclusión del entorno
Por su parte, denominamos ideación suicida a toda manifestación consciente sobre pensar o desear morirse (a veces con plan o método).
Por ello la suicidalidad abarca todo el proceso que se inicia con los pensamientos sobre cómo quitarse la vida, pasa por los primeros intentos con un incremento gradual de letalidad hasta lograrlo.
Casullo (1998) al referirse al riesgo suicida en adolescentes, retoma los aportes de Abadi y Yampei (1973) y señala que el potencial suicida es universal por originarse en el instinto de muerte, pero se potencia en momentos o situaciones de crisis (vitales o accidentales), más aún si proviene de familia violenta. Berman et. Al (2011) cita la investigación de Fergusson y Lynskey (1995) quienes sobre una muestra de 954 niños neozelandeses evaluados desde el nacimiento hasta los 16 años demostraron que aumenta los riesgos y la vulnerabilidad a los comportamientos suicidas de los adolescentes cuando provienen de familias disfuncionales.
En un trabajo anterior (Pugliese, 2016), y en coincidencia con otras investigaciones (Van der Kolk, Perry y Herman 1991; P. Fonagy, 2002), se detectó que el 85% de los casos con riesgo suicida, provenían de familias en las que predominaba algún tipo de violencia. Berman et. al. (2011) retoma la investigación de Houston et al. (2001) quienes encontraron que más de la mitad de los adolescentes suicidados y autopsiados, presentaban: familias con trastornos psiquiátricos, familias violentas, pobre comunicación y conflicto con los padres.
Apego con sus cuidadores primarios y sus efectos en la adolescencia
A partir de los aportes de Bowlby (2009) y los desarrollos de sus continuadores (Main y Solomon, 1986; Fonagy, 2000; Barudy, 2005), está largamente destacada la importancia de un apego seguro, para una evolución mental saludable.
Mientras que los distintos tipos de apegos inseguros, dan origen a desarrollos patológicos, tanto a nivel intrapsíquico como intersubjetivo. Y que cobran especial relevancia en la adolescencia, en tanto interfieren el proceso de desidentificación y reidentificación; que puedan articular identidad y alteridad.
Así cuando se instala un apego de tipo evitativo, el bebé evita o inhibe la proximidad con las figuras de apego y la expresión de los afectos. Se desconecta de sus propias emociones, necesidades e inquietudes, lo que deriva en distorsiones cognitivas con trastornos en la identidad y la autoestima. Y un manejo inadecuado de la rabia y la frustración. Llegada la adolescencia se muestran independientes y autosuficientes, con dificultad para pedir ayuda, no toleran la cercanía afectiva, y presentan dificultad para compartir experiencias. En sus relaciones se conducen de modo interesado y superficial.
En cambio, el apego ansioso/ambivalente se caracteriza por la vivencia de una ansiedad profunda de ser amado, de ser lo suficientemente valioso. Presenta una gran preocupación por el interés y disponibilidad emocional de los otros hacia él, puesto que no recibe respuesta de su cuidador o es tardía y con escasa disponibilidad emocional. El bebé no puede internalizar la figura de apego como protectora. Tampoco puede hacer predicciones, ni sabe cómo conseguir atención, dado que tiene lecturas erróneas. Su premisa termina siendo “no soy lo suficientemente querible” y su obsesión de ser amado impide el desarrollo de competencias y capacidades. También presenta un manejo inadecuando de la rabia y la frustración. Llegada la adolescencia se conduce de modo impulsivo y agresivo; tiene dificultad para empatizar y reflexionar sobre su responsabilidad en las relaciones.
Cuando el apego es desorganizado, el contexto es de caos y violencia (Main y Solomon, 1986). Es el estilo de apego donde frente a las experiencias de relaciones tempranas, las estrategias defensivas colapsan por ser caóticas y dolorosas. La vivencia característica es un “miedo crónico intenso”. Tales vivencias se generan en ambientes cuyos cuidadores han ejercido relaciones parentales altamente incompetentes y patológicas. Generalmente se trata de padres con experiencias severamente traumáticas y/o pérdidas no elaboradas. El niño siente que es indigno, malo y no querible y los demás son inaccesibles, peligrosos e impredecibles. En consecuencia, rechazan el contacto físico o tienen un contacto inadecuado o invasivo. Son oposicionistas o agresivos con los pares o más pequeños; con una falta de empatía y compasión por el otro. Y en la adolescencia presentan comportamientos evitativos extremos sumado a comportamientos impulsivos y violentos contra sí mismo o los demás, sin remordimiento o expresión de sufrimiento.
Dinámica intrapsíquica, riesgo suicida y violencia familiar
Una de las situaciones más relevante que implica atravesar la adolescencia es el proceso de desindentificación y adquisición de una nueva identidad, que lo lleva a enfrentarse con dos coordenadas fundamentales y tabúticas, que definen su existencia: la sexualidad y la mortalidad (Tubert, 2000). Ambas heridas narcisísticas que atentan contra la omnipotencia e infinitud, y si no logra simbolizarlas, si no cuenta con la contención y sostén familiar ni social, el riesgo es el pasaje al acto, manteniendo la creencia omnipotente de su propia inmortalidad.
En otra investigación (Pugliese, 2011) se pudo concluir que los padres violentos, instalan una dinámica de funcionamiento donde no se observa una vinculación afectiva con sus hijos, en consecuencia, no registran qué necesitan, qué intentan transmitir, ni cómo estimularlos/tranquilizarlos. Por tanto, ante la falta el sostén emocional parental, es posible que los hijos crezcan sintiéndose poco valiosos sin un equipamiento que les permita absorber las situaciones ansiógenas o angustiantes y reprimiendo el sentimiento de hostilidad. Al respecto Fonagy (2000) plantea que los padres violentos fuerzan a la criatura a verse a sí misma como poco valiosa y poco merecedora de amor, situación que cobra relevancia si se consideran las implicancias de lo social para el adolescente.
Está demostrado que cuando los afectos negativos son intensos o pobremente controlados, el riesgo de una conducta violenta, impulsiva y explosiva aumenta (Berman A. et al., 2011)
Las dificultades en la regulación de los afectos, hostilidad y agresión impulsiva están altamente asociadas a riesgo suicida (Brent, Johnson et al, 1993-94 citado por Larraguibel M, et al. (2000). Berman et al. (2011) han observado que si el adolescente presenta signos de control pobre de los impulsos y falta de control en la expresión de los mismos; estos adolescentes están llenos de ira y la pueden dirigir hacia ellos o hacia los demás. Por otra parte, da cuenta de la naturaleza de libre flotación de su agresión y que puede predecir el riesgo suicida a corto plazo.
En una muestra de 248 adolescentes que presentaron riesgo suicida, ya sea porque tuvieron uno o varios intentos o porque al evaluarlos con el ISO-30 dieron como resultado Moderado o Alto riesgo suicida, el 77,77% provienen de familias disfuncionales y de ellas el 60% provienen de familias violentas. Los gráficos marcan claramente las diferencias entre ambos grupos poblacionales.
Gráfico 1: Muestra de sujetos con riesgo según el tipo de familia (n= 135)
Gráfico 2: Muestra de sujetos con riesgo según el tipo de familia disfuncional (n= 105)
Gráfico 3: Muestra de sujetos sin riesgo según el tipo de familia (n= 113)
Gráfico 4: Muestra de sujetos sin riesgo según el tipo de familia disfuncional (n= 47)
Green (2010) destaca que, en los cuidados primarios, la madre o su cuidador tiende a prevenir los excesos de frustración, por tanto, de angustia, dolor y rabia. Así lo protege de las situaciones intolerables para el niño; y evita que se desencadenen reacciones destructivas incontrolables. La destructividad está destinada a expulsar la angustia y la tensión interna. Y dado que evolutivamente no presenta una completa diferenciación Yo- No Yo, la destructividad ataca sin distinción al Objeto (cuidador) y al Sujeto (propio self). Green prefiere hablar de pulsión de destrucción en lugar de pulsión de muerte y señala que cuando la pulsión de destrucción fracasa hacia el exterior, se vuelve contra sí. Lo que favorece esta tendencia a la autodestrucción es la desinvestidura del Yo que lo empuja a “dejar de ser”. Un niño que no ha recibido la contención y seguridad que le provee un apego seguro, experimentan rechazo y los hace portadores de una cantidad de rabia, de destructividad sin metabolizar. En esta línea, Scherzer (2005) considera que las conductas autodestructivas son un ejemplo de exteriorización de la rabia, tanto contra sí mismo como contra sus cuidadores primarios. Y Fonagy (2000) señala que el “suicidio representa la destrucción fantaseada del otro dentro de su self”. En cambio, respecto de los intentos de suicidio, Fonagy señala: “buscan a menudo evitar la posibilidad de abandono”, como último intento forzado de restablecer la relación; y considera probable que, sus cuidadores hayan implementado medidas coercitivas para influenciar sobre su conducta. La posición de Tubert (2000) va en la misma línea cuando marca que la actuación autoagresiva como consecuencia del fracaso en elaborar la crisis adolescencial y diferencia el acto que llama “maligno” (impulsivo) del “benigno” como último recurso para relacionarse con la realidad y remarca: “no busca la muerte sino la supervivencia” (pág.105) y lo vincula a las situaciones del contexto familiar.
Es esperable que durante la infancia se tramiten los sentimientos de amor, odio, envidia, ira; desarrollando estrategias morales y defensivas que mantengan bajo control aquellas manifestaciones reñidas con las conductas socialmente esperables. Pero en la adolescencia, los sentimientos de ira y culpa suelen generar ansiedad y conflictos vivenciados como insoportables, derivados por un lado del aumento de los impulsos agresivos y sexuales y por otro, por situaciones infantiles y/o dilemas provenientes de la dinámica familiar no resueltas, que hacen que muchas veces se sienta desbordado. Lo que puede estar exacerbado por lo señalado por Elkind (1978) respecto de la etapa cognitiva que transita el adolescente, que lo lleva a percibirse como “especial e invulnerable” y corroborado desde la neurología por Giedd (2018) cuando señala el desfasaje entre la maduración de las redes del sistema límbico que impele las emociones y las de la corteza prefrontal, responsable del control de los impulsos y del comportamiento racional; por lo que en los primeros años de la adolescencia asume riesgos peligrosos, en consecuencia, ante una situación conflictiva, el riesgo es la actuación impulsiva y explosiva.
¿Qué método predomina en el intento de suicidio?
Acerca del método predominante, según la muestra estudiada, el 71,87% intentó suicidarse por intoxicación por ingesta (medicamento o veneno), cabe preguntarse por qué eligen ese método. Se podría pensar que es porque es más accesible, en cuyo caso, hubieran debido coincidir el uso de veneno los adolescentes provenientes de zonas rurales y medicamentos los provenientes de zonas urbanas, pero no se han presentado esas coincidencias.
Gráfico 5: Métodos usados en el intento de suicidio
Spitz (1961), Bowlby (2009), Klein (1932), Winnicott (1980), Meltzer (1998) y Tustin (1992) coinciden en señalar que una deficiencia en la relación materna es el origen del trastocamiento de la autoconservación Sabemos que la ingesta remite a incorporación, a oralidad primaria en una etapa de indiferenciación yo- no yo, propio de los tiempos iniciales del desarrollo, aunque dicha indiferenciación puede persistir. Ese alimento que se incorpora asegura la supervivencia y queda ligado a la provisión de los cuidados primarios y estímulos. Mitigan la angustia de muerte y posibilitan la constitución de su propio psiquismo. Es posible comprender que, ante una situación que le provoca un dolor psíquico insoportable, se reactivan estas vivencias, volviendo la ira contra sí, por la misma zona corporal involucrada con la ingesta, pero no a través de la alimentación que permite la vida, sino a través de tóxicos que conducen a la muerte. Y teniendo presente lo que señala Scherzer (2005) y Fonagy (2000) al mismo tiempo que lo dirige contra sí mismo, también, en su fantasía, ataca a sus cuidadores primarios.
En la adolescencia, la autoagresión se vuelve una defensa ante sentimientos dolorosos e intolerables, cuya dinámica intrapsíquica puede manifestarse de diversas formas: autolesión, adicción, trastorno alimentario, descuido en el cuidado del cuerpo, intentos de suicidio y suicidio.
Por todo ello, en el psicodiagnóstico de adolescentes deberá considerarse el riesgo suicida de rutina; con técnicas que permitan identificar la dinámica de su funcionamiento intrapsíquico, cuyo frágil equilibrio lo puede dejar vulnerable ante situaciones imprevisibles, asimismo, evaluar su entorno familiar, a través de la entrevista a los padres o cuidadores y la entrevista familiar diagnóstica.
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