En su “Apertura de la sección clínica”, Lacan (1977) afirmó una idea que siempre quedó resonándome y constituye, por eso mismo, parte del origen de este trabajo e inspira su título. Lacan dijo en aquella oportunidad que la clínica psicoanalítica tiene una base: lo que se dice en un psicoanálisis -entendido como lo que se expresa verbalmente dentro de su marco-.
En consonancia con este disparador -que buscaremos problematizar y poner a trabajar-, resulta frecuente que en el medio psicoanalítico en su concepción más tradicional y extendida no se tienda a poner en entredicho el lugar de subordinación y hasta descarte en el que los demás regímenes semióticos se encuentran con respecto al plano de la palabra hablada, cual si se tratase de un hecho prácticamente natural, en especial en ámbitos no familiarizados con el trabajo con infantes, niños, púberes, adolescentes y personas con patologías de cierta gravedad o con ciertas “discapacidades”, para decirlo de un modo habitual. Frases como “Ser hablante” o “discurso del paciente”, o bien su contraparte, la limitación del trabajo del analista en términos de “escucha”, resultan testimonio y síntoma de este modo de entender la clínica y la subjetividad.
Sin desconocer la fuerza y el caudal que los intercambios verbales tienen usualmente en nuestro trabajo, pero tomando distancia del reduccionismo que implica tal jerarquización de lo hablado, en esta exposición me propongo visibilizar y ahondar precisamente respecto de aquello que “no se dice” en un psicoanálisis y que, no obstante, forma parte de pleno derecho de la clínica psicoanalítica en sus distintos formatos, con todas sus implicancias y efectos.
De esta manera, se abre la perspectiva hacia manifestaciones, producciones e intervenciones por medio del dibujo, la música, la escritura, el juego y acciones de diverso tipo, entre otras posibles, así como la puesta en valor del silencio en sus diferentes matices, todo lo que nos habla de la importancia de tomar en consideración la multiplicidad semiótica que nos atraviesa, contando cada vía posible con su entidad irreductible, sin sumisiones predeterminadas en su potencial y autonomía productora de subjetividad.
Es para esto que voy a tomar algunos fragmentos de mi clínica que me han resultado particularmente interesantes y hasta atípicos, los que nos servirán de plataforma para abordar estas dimensiones no siempre suficientemente subrayadas en sus posibilidades al momento de pensar en los recursos de los que valernos en nuestro trabajo clínico.
Comencemos por un ámbito no tan clásicamente psicoanalítico, que nos será de utilidad para abrir el juego.
Hace ya un tiempo tuve oportunidad de trabajar como acompañante de un niño con proyecto de integración o inclusión escolar al que llamaremos Tomás, quien presentaba marcados rasgos autistas y al que acompañé en su trayecto por sala de 4 y de 5 años.
Solía suceder que en momentos de transición entre actividades o ante cambios en la rutina diaria -aunque no solamente-, Tomás presentaba estallidos de angustia, berrinches, agresiones o autoagresiones, o bien la apelación a alguna fijación -como apagar y encender los tubos de luz continuamente, por ejemplo-, ocasiones en las que resultaba muy dificultoso contenerlo o reconducirlo.
Ahora bien, tal como me ha sucedido con otros pacientes con características autistas, Tomás tenía la particularidad de comprender lo que se le transmitía mediante recursos visuales con mayor facilidad que lo comunicado verbalmente, lo que derivó en la implementación de distintas intervenciones orientadas a capitalizar esta peculiaridad.
De esta manera, ante los momentos de transición o variación que lo desestabilizaban, comenzamos a utilizar un cronograma con fotos de los distintos momentos de su jornada en el jardín con el fin de ofrecer a Tomás organización y previsibilidad, obteniéndose por este medio una mengua en las estereotipias y desbordes que presentaba. Donde las palabras no bastaban, ahora las fotos sabían hacer lo suyo, contribuyendo a un mayor nivel de calma, tolerancia y equilibrio en Tomás.
Incluso era a veces él mismo quien me comentaba lo que haríamos apoyado en dicho cronograma, el que ayudaba también a inscribir el invalorable papel del: “ahora no, después”, función de demora fundamental para todo desarrollo psíquico.
Pero rápidamente quedó claro que lejos estábamos de contar con fotos de todas las situaciones que podrían desestabilizar a Tomás, lo que impulsó la idea de comenzar a dibujárselas y, además, en caso de que agreda, referirnos también mediante dibujos a lo que acontecía luego y qué opciones podía tomar en vez de actuar de esa manera, como abrazar a sus compañeros cuando lloraban en lugar de clavarles las uñas en la cara como solía hacer, por ejemplo.
Estas herramientas dieron pie a una nueva ocurrencia, que abrió a todo un mundo: ante la dispersión de Tomás, el centramiento en detalles poco o nada relevantes y su escasa comprensión en momentos de charla en ronda y de lectura de cuentos, comencé a utilizar el recurso de dibujarle en tiempo real aquello que la maestra leía y lo que se decía en la ronda, colaborando a veces él mismo con dichas producciones gráficas.
Esta suerte de facilitación desde lo visual hacia el sentido de las palabras, derivó en una mayor atención y entendimiento global por parte del niño en estas actividades, y también en un disfrute de las mismas antes ausente.
Como vemos, aquí el lenguaje verbal no ocupaba un lugar hegemónico con respecto a los dibujos, sino que más bien se apoyaba en ellos.
Y quisiera referirme ahora a otra vía privilegiada en el caso de Tomás: la utilización de recursos musicales.
Al ver que Tomás disfrutaba mucho de la música y, para mi sorpresa, hasta era capaz de incorporar y comprender con rapidez y facilidad las alegres y pegadizas canciones en inglés con las que la profesora de dicha lengua amenizaba sus clases, me surgió la idea de comenzar a cantarle las consignas, a cantarle que era momento de permanecer en la ronda en lugar de deambular sin rumbo como pretendía; en fin, a cantarle todo tipo de comunicaciones que, en lo habitual, se hacen de manera verbal, respondiendo Tomás de forma muy positiva.
Todo este plus de lo musical que aportaba secuencias rítmicas, acentos, tonalidades e intervalos, se daba en una atmósfera que bien podríamos llamar de proximidad-afectiva-entre-dos, ya que, por lo general, yo ponía mi mano sobre el hombro de Tomás o lo rodeaba con mis brazos mientras le cantaba al oído para evitar perturbar el funcionamiento de la sala, haciéndolo así también cuando le dibujaba, lo que podría leerse desde Winnicott como la puesta en juego de un holding, de una escena que lo sostenía. Corporalidad y musicalidad aquí trabajando en conjunto, con todo lo que propiamente comparten y con todo lo de estructurante que podemos suponerles.
Los alentadores resultados de este abordaje, me motivaron a extender sus frutos a aquellas rutinas que a Tomás le costaba realizar de manera independiente o no le agradaban, llegando en algunos casos al punto de padecer tremendamente antes que realizarlas, tal como sucedía con su negación a hacer sus necesidades en el jardín. Y fue así que inventé algunas canciones con la secuencia necesaria para llevarlas adelante, siempre sin perder un tono lúdico y alegre como hilo conductor.
De esta manera, no sólo que el niño recordó rápidamente las canciones, sino que comenzó a cantárselas a sí mismo para orientarse en los pasos de las actividades, empezando también a realizar sin reticencia aquello a lo que antes se negaba rotundamente, como si las canciones lo acompañasen y contuviesen.
Es de este modo que, por medio de la música como canal facilitado de entrada, se consiguieron dichos avances de una manera disfrutable, lejana entonces a intervenciones de la índole del adiestramiento -muy técnicas, por cierto-, tan comunes al día de hoy en la población de pacientes a la que pertenecía Tomás.
Vía regia de la musicalidad que, recordémoslo, se inaugura ya muy tempranamente con los rítmicos latidos maternos, canciones de cuna y juegos atravesados por lo musical entre el bebé y sus figuras de cuidado, todo lo cual podrá conducir luego a la comprensión del lenguaje verbal y el desarrollo de un habla con coloraturas musicales en el mejor de los casos, perspectiva desde la que podríamos decir que no resultan entonces para nada casuales los efectos de la puesta el juego de dicha dimensión en nuestro niño.
Pasando a otros materiales, quisiera referirme ahora a la escritura. Más de una vez me ha sucedido que pacientes púberes y adolescentes, o bien escriban papelitos y me los pasen en las sesiones presenciales, o bien me escriban mensajes por chat en videollamadas, comunicándome de este modo lo que, o no podían o no querían decir en voz alta, dando de esta manera un halo de secreto a lo transmitido, y esperando que les responda generalmente de la misma forma.
También sobre la escritura, una situación en la que quisiera detenerme es la que me planteó en plena pandemia y cuarentena rígida una joven a la que llamaremos Maite, quien para mi asombro me solicitó que realicemos directamente sesiones escritas.
El pedido tuvo lugar debido a la imposibilidad de encontrar un espacio con suficiente privacidad en su hogar, lo que no resultaba inverosímil, especialmente conociendo el cierto perfil intrusivo de su familia.
Además, dado que la escritura encarna una práctica y área de conocimiento de marcado interés para ella, acceder a su propuesta no era sino una consideración por su singularidad semiótica, si podemos decirlo de esta manera.
Si bien el formato debo reconocer que me resultó un tanto extraño en un inicio, rápidamente las sesiones encontraron su nuevo modo de fluir, conservando el espacio su capacidad de alojar y producir efectos por este inesperado camino.
De hecho, para mi sorpresa, hasta me hallé interviniendo con los llamados emoticones en sintonía con mi paciente, imágenes que se fueron así colando entre las letras, generando sus propias emanaciones de sentido. Otra vez aquí lo irreductible respecto de lo verbal, lo intraducible sin resto, tanto por el lado de la escritura como de las imágenes compartidas.
Sin embargo, con el correr de las sesiones observé y planteé a Maite la necesidad de intercalar algunos mensajes de voz en determinados momentos que requerían de alguna entonación en particular, accediendo la paciente sin dificultades en tanto esta variación no revestía perturbación de ningún tipo para su privacidad, puesto que podía escucharme con auriculares o, sencillamente, poniendo su celular al oído.
Como aspecto inédito, surge de este método el hecho de que los intercambios queden textualmente registrados y disponibles en forma permanente para ambos, siendo así susceptibles de ser luego revisitados a gusto, opción con la que no contamos en las sesiones virtuales o presenciales de formato habitual, en las cuales -a excepción de lo que pueda escuetamente anotarse o quede plasmado por alguna otra vía- no disponemos más que de nuestra memoria para su evocación, con todas sus tergiversaciones posibles.
Por otra parte, solía pasar y todavía sucede que Maite envíe a nuestro chat durante la semana el título de temas sobre los que no se quiere olvidar de ocuparse en la próxima sesión.
Como queda a la vista, la apelación a la escritura no representaba en ningún sentido un modo de resistencia frente al trabajo, sino más bien una senda alternativa para posibilitarlo, habiendo al día de hoy esta joven retornado a la atención presencial sin inconvenientes.
Ahora bien, este más allá de lo verbal que nos convoca, podrá también a veces tener que ver particularmente con el plano de las acciones, con el hacer, lo que puede tomar el camino más clásico del jugar, pero puede asimismo encarar otros rumbos.
Pienso aquí en situaciones que me tuvieron esta vez como paciente, donde la intervención de aquella analista consistió, por ejemplo, en el préstamo de un libro o el regalo de un gajo de una planta para el nuevo jardín de mi casa que se encontraba a la espera de florecer, estilo desacartonado a la vez que dotado de quirúrgica precisión clínica que le agradezco hasta el día de hoy, en tanto siempre me resultó una viva fuente de inspiración.
Pero siguiendo en la línea de las acciones, quisiera centrarme ahora en el material de un niño de 9 años al que llamaremos Magno, quien acostumbraba a comportarse de un modo que podríamos calificar como despótico y oposicionista con todos quienes estábamos a su alrededor, molestándose severamente cuando no se hacía de manera exacta lo que él quería, renegando así de toda diferencia.
Cuando no daba órdenes, ni se enojaba, ni estaba ensimismado con alguna pantalla como habituaba, solía hablarme en un lenguaje que carecía de intención comunicativa, repitiendo de manera automática, ansiosa y con igual tono y mismo gesto, frases que escuchaba en los dibujitos que miraba, sin prestar atención a si yo comprendía lo que decía o se generaba algún intercambio con su veloz parloteo. Especie de ametralladora verbal, mediante la que acababa anulándome como alteridad con su barrera de palabras calcadas de lo escuchado, aspecto que podríamos considerar como un recurso defensivo autista en un paciente que, globalmente, no podría encuadrarse allí.
Queda en evidencia que hay ocasiones en las que hablar puede ser precisamente un modo de evadir la comunicación, como sucede también con pacientes que despliegan un abundante discurso vacío, aunque eso, a su vez, comunique de alguna manera.
Magno se quejaba de que sus padres no le regalaban nada, lo que entraba en contradicción con la idea que éstos afirmaban de que le compraban absolutamente “todo” lo que pedía, por lo que consideraban que ya lo tenía “todo”.
También en oposición a este “todo” al que se referían sus padres, Magno comía prácticamente nada. En este sentido, no solamente sucedía que comía en cantidades escasas, sino que también presentaba una intransigente repulsión a ingerir todo lo que no estuviese dentro de los contadísimos alimentos y bebidas que consumía, siempre de determinadas marcas. Todo lo demás le generaba asco y hasta nauseas, siendo capaz de permanecer por extensos lapsos sin comer si no se le brindaba lo que pretendía.
A esto había que agregarle su temor a volverse obeso como la madre, quien solía robarle la comida del plato sin pedirle nunca permiso, perfectamente a sabiendas de cuánto esto irritaba a su hijo, todo para acabar luego retándolo y descalificándolo, situación de provocación que se repetía en varios formatos.
Luego de un período en el que fue necesario “sobrevivir” (WINNICOTT, 1971) con suma paciencia a sus ataques a mi alteridad y una vez instalado un marco de confianza, la rigidez del niño comenzó a flexibilizarse y, con ella, su hiper-selectividad alimentaria, lo que se volvió observable a partir de una intervención en la que no medió palabra alguna. La misma consistió sencillamente en disponerme a comer y beber a su lado en silencio mientras mirábamos videos de dibujitos animados, ahora elegidos por turnos, lo que no era posible en los primeros momentos del tratamiento.
Fue así que Magno comenzó a pedirme que le convide, inclusive para llevarse a su casa, sabiendo perfectamente que nada de aquello pertenecía al limitado catálogo de productos y marcas que consumía. Además, dicha ampliación del repertorio alimentario se replicaba también en su hogar, lo que no era poco decir.
Es para destacar que cualquier insistencia o pregunta sobre si quería algo de aquello, muy probablemente hubiera interferido en la apertura que Magno se estaba permitiendo, arruinando tanto el clima como la secuencia. Como dice Winnicott (1971), hay preguntas que no deben formularse, o por lo menos no en determinados momentos.
Por supuesto, diferencia no menor, yo no le robaba la comida, y en verdad ni siquiera se la ofrecía expresamente, sino que, por el contrario, lo invitaba a desear en un marco en el cual podía sentirse seguro y habilitarse a ser espontáneo, lo que no deja de recordarme aquella situación del niño saliendo del regazo de su madre para agarrar el bajalenguas, mencionada por Winnicott (1958).
Y si bien a veces conversábamos en estos momentos de otros temas, también era significativo que Magno pudiese permanecer callado, quieto y tranquilo, dada la cierta compulsión a verbalizar y dar órdenes que tenía al inicio del tratamiento, consiguiéndolo, además, sin ensimismarse.
Para él como para otros pacientes, poder estar calmada y silenciosamente solo en presencia de un otro, representaba todo un logro terapéutico, y si se quebraba aquel silencio, era ahora para un genuino intercambio verbal, en el que había la intención de un encuentro.
Llegados a esta instancia, y tomando como referencia a Marisa Punta Rodulfo (1992), vemos cómo los materiales recorridos ilustran así distintas vías suplementarias respecto del habla, siendo lo suplementario el concepto que Derrida toma para calificar la relación entre lo verbal y la escritura, consideración que, en nuestro caso, bien puede ser extrapolada a las imágenes, la música, las acciones y hasta a los silencios, modalidades que quedan de esta manera en un lugar diferencial -más no secundario- respecto del lenguaje oral.
En esta dirección, la habitual jerarquización de lo verbal, definida por Derrida como “logocentrismo”, va en detrimento de la importancia e irreductibilidad semiótica que podemos observar en los fragmentos vistos, y contradice así lo postulado por el propio Freud en cuanto al papel que la figurabilidad juega en los sueños, al ser las imágenes visuales su principal vía de representación.
Y para concluir, retomando el pie que nos deja el último material, quisiera profundizar todavía un poco más en el valor del silencio y los diferentes rostros que puede adquirir en nuestro trabajo, para lo que nos serviremos de algunas ideas desarrolladas por Ricardo Rodulfo (2009).
Alejándonos del carril más clásico de pensar al silencio como resistencia, podemos decir que los silencios en los que un paciente permanece o con los que interrumpe sus asociaciones pueden muchas veces encarnar preciados instantes de intimidad con un otro, o bien consigo mismo, referidos a ciertos puntos en particular que debiésemos cuidarnos de no vulnerar como analistas, particularmente en pacientes que han sido vulnerados en su intimidad a lo largo de su historia.
Se trataría así de un no comunicarse entonces como partenaire de lo íntimo en tanto categoría saludable y necesaria, la que podemos vincular a la importancia de la puesta en juego de una no transparencia frente a los otros, siendo todo un paso en el desarrollo subjetivo el acceder a dicha dimensión, como vemos cuando los niños comienzan a guardar reserva por primera vez.
Y es en el mismo sentido que podemos pensar en las mentiras, ocultamientos o posturas enigmáticas, presentes en los niños y tan habituales en la adolescencia; manera también de remarcar la propia alteridad respecto del otro, abriendo así a un secreto mundo propio.
En este punto, hay que resaltar que no por fuerza la puesta en palabras de todo tema y pormenor por parte del paciente –si eso fuese posible- resulta siempre lo más aconsejable, y hasta puede tornarse nociva bajo determinadas coyunturas subjetivas que pueden requerir de espera y respeto por ese silencio.
También puede suceder que haya silencios plenamente elaborativos, que tal vez no tengan intención de callar nada en absoluto y trabajen en combinación con lo hablado, e incluso resulten mucho más provechosos que continuar verbalizando sin detenerse.
Como vemos, se trata entonces de lapsos silenciosos perfectamente válidos que bien pueden precisar de esperas mudas de nuestro lado, cuestión que, en este aspecto, puede llegar a poner sobre la mesa ansiedades o incomodidades del analista a la hora de vérselas con silencios e incluso miradas extensamente sostenidos.
Luego estará, por supuesto, aquello que se escape aunque pretenda ser dicho. Núcleo silencioso, punto irreductible a toda comunicación y desciframiento de sentido. Léase aquí ombligo del sueño en Freud, nada en Winnicott, o real en Lacan, pero este ya es otro asunto.
En fin, fotos, dibujos, música, escritura, acciones y silencios, todas dimensiones de suma relevancia en la clínica infanto-juvenil y más allá de ella. Hasta aquí llegamos entonces con este recorrido por algunos materiales que me han invitado a pensar en un polimorfismo de escrituras sin centro que reflejan la multiplicidad a través de la cual, como subjetividades, nos constituimos, producimos y expresamos, con su singular configuración para cada quien. Plasticidad semiótica cuyo despliegue necesitará de nuestra parte, en muchas y variadas formas, de una disposición y un silencio que le ofrezcan lugar desde una actitud psicoanalítica.
Bibliografía:
Lacan, J. (1977) Apertura de la sección clínica. En revista Ornicar? Nro. 3 (pp 37-46). Barcelona: Petrel.
Punta Rodulfo, M. (1992) El niño del dibujo. Estudio psicoanalítico del grafismo y sus funciones en la construcción temprana del cuerpo. Buenos Aires: Paidós.
Rodulfo, R. (2009) Trabajos de la lectura. Lecturas de la violencia. Lo creativo-lo destructivo en el pensamiento de Winnicott. Buenos Aires: Paidós.
Winnicott, D. (1958/1979) Escritos de pediatría y psicoanálisis. Barcelona: Laia.
– (1971/1996) Realidad y juego. Barcelona: Editorial Gedisa.